Hoy hace cinco años que casi pierdo a mi madre. Era 10 de abril de 2020, en pleno cisma de la posmodernidad, con el mundo en jaque, confinado por un virus que pasó en semanas de meme a encierro y muerte. Una distopía de andar por casa que ahora parece una mala resaca o el residuo borroso de un sueño febril. Supongo que todos los que perdimos algo en esos meses compartimos la sensación espectral de que todo aquello tuvo lugar en otra dimensión, por desgracia una muy real. Ironía o superstición: el día antes acababa de terminar El extranjero de Albert Camus, que comienza con su protagonista acudiendo al funeral de su madre. No podía imaginar que asistiría a tantos funerales figurados en las siguientes semanas.
Recuerdo este día con frecuencia, sobre todo cuando se acerca abril. Por otra ironía de la vida, la noche anterior, un inocente (lo juro) mensaje directo de Instagram a quien luego sería mi pareja durante tres años provocó que mi pareja de entonces montara en cólera. Cólera ruidosa y punzante que se transformó luego en silencio: esa noche, la del 9 de abril, dormimos en camas separadas y no me dirigió ni una palabra ni una mirada en las primeras horas del día 10. Meses después me confesaría que, tras ese enfrentamiento, tuvo claro que la relación estaba agotada. Aprovecho ahora para agradecerle los meses que siguieron, en los que hizo esfuerzos titánicos por sostenerme, a mí y a una situación tan límite que no hay prosa que recoja. Y si la hay, yo no tengo ese talento.
Sobre las once de esa mañana hablé con mi padre. Solía llamar a mis padres varias veces al día, generalmente por videollamada. Hacía dos días que mi madre estaba confinada en su habitación por un contacto con una paciente con Covid en el trabajo. En la llamada, mi padre me preguntó si quería hablar con mi madre. “Está al teléfono con una compañera, pero puedo avisarla.” Le contesté que no se preocupara, que ya la llamaría después de comer. He vuelto a ese momento demasiadas veces en estos años pues fue esa la última oportunidad que tuve de escuchar la voz de mi madre.
Menos de dos horas después de esa conversación con mi padre, sonó mi teléfono móvil. Era mi hermana Nuria desgarrándose, diciéndome a gritos contenidos, con tanta elocuencia como desamparo, que a mamá le había dado un ictus. Entonces yo tenía una idea vaga de lo que era un ictus, pero su tono era funesto, trágico e irreversible. Nada en nuestras vidas volvió a ser igual desde esa llamada. Mi madre estaba de camino al hospital inconsciente en una ambulancia.
La imagen que mi madre había construido a cinceladas era la de una mujer invencible, hierática; apenas se doblaba y desde luego no se podía romper. Su orgullo y su tesón son inviolables. También su estilo, cargado de retales y matices de provincia que ella elevaba sin esfuerzo. Mi madre, que perdió a su hermana Emma por un cáncer de colón a los 33 años, la misma edad que tengo yo ahora, dejando a mi primo Javier huérfano con sólo nueve; mi madre que había soportado las innumerables depresiones de mi padre, y los despotismos y violencia del suyo, que había lidiado con coraje y elegancia con las desfachateces de mi yo adolescente. La que peleó por mí con profesores, abogados, policías y hasta un director de periódico. Mi madre, que te hacía unas patatas rellenas dignas de un Sol Repsol y te arreglaba una persiana en la misma mañana. La madre universal de cada uno de sus sobrinos y su nieto Diego, al que decía querer más que a sus hijos pues según ella el amor de abuela pertenecía a una categoría más honda.
Nada para sí, todo para los demás. Le encantaba regalar, sin cálculo ni pretensión. Las semanas previas a Navidad eran pura exaltación: recorría tiendas con listas interminables, buscando el regalo perfecto para cada sobrino, a los que quiso como si fueran hijos. De pequeños, cada verano traía a Oviedo a mi primo Carlos, nieto de mi tía fallecida, y lo mimaba más que a su propio hijo. Yo, consentido y celoso, tardé en entender que no era favoritismo, sino una forma de saldar una deuda infinita con su hermana. Parte del amor que heredé de mi madre vino de verla cuidar a la suya. Mi abuela vivió con nosotros sus últimos años, los más frágiles. Mi madre se desvivió por ella y ni se planteó otra alternativa. Jamás la vi tan devastada como el día que murió y las semanas que siguieron. Me dijo que habría querido tenerla otros diez años. Tenía 93. También me dijo que no hay amor como el de una madre. Y me lo grabó a fuego.
Nunca se quejaba. Nunca estaba sentada, salvo para leer o poner a algún niño en el colo. Ahora que tanto leo no puedo evitar imaginarme dándole la lata para que leyese a Bolaño si las cosas hubieran sido distintas. Siempre fue una gran anfitriona: desplegaba con ilusión la vajilla de Sargadelos y las copas buenas cuando había invitados, que tenían su propio mantel, con esa hospitalidad casi ritual tan propia de la Galicia rural. Compraba ropa de marca con orgullo, casi siempre para nosotros. Cuando yo criticaba alguno de sus looks o su sentido algo barroco de la decoración, me respondía: “Calla, anda, que tú no tienes ni idea.” Pero en los últimos años siempre seguía mi consejo, y nada me hacía más ilusión que me pidiera elegir entre dos abrigos cuando se arreglaba para salir a cenar. Y sé que presumía mucho de mí en cualquier círculo, pues cuando me encontraba con sus amigas, ya estaban al tanto de mis aventuras y mis logros.
Mi madre que había sido la ternura, y el amor incondicional, refugio y escudo ante cualquier miseria de la vida, yacía ahora inconsciente y frágil en una ambulancia, recorriendo las calles mudas de Oviedo de camino a un quirófano
Tras la llamada de mi hermana, me recuerdo arrodillado en el parqué del salón de Raquel, gritando “mamá no, mamá no, mamá no”, con el teléfono móvil tirado en el suelo. También recuerdo la llamada siguiente con mi padre, completamente partido, sollozando como un niño, después de haber metido en una ambulancia a la mujer con la que había compartido más de cuarenta años. Ambos estaban en la cocina. Mi madre limpiaba un pescado en el fregadero, como cualquier otro día. Al girarse hacia él torció el gesto de forma brusca y empezó a derrumbarse. Mi padre la sostuvo como pudo mientras llamaba a una ambulancia, no sé con qué entereza. Le hablaba, intentaba que no cerrase los ojos pero ella ya no podía responder, estaba perdiendo el habla. Pasaron así varios minutos, con mi padre sosteniéndola en brazos hasta que llegaron los médicos. He reconstruido ese momento muchas veces a partir del relato de mi padre, como si al revisarlo pudiera entender por qué pasó.
Mi siguiente recuerdo más o menos nítido es una llamada al hospital, y la frialdad mecánica de la bedel que me atendió y me confirmó que, en efecto, una Inmaculada había entrado en quirófano recientemente. A mi pregunta fatídica, me contestó que creía que sí estaba viva. Las horas siguientes son opacas. No sé muy bien cómo conduje el viejo Passat hasta casa de mis padres, atravesando los 18 kilómetros que separan Mieres de Oviedo sin cruzarme a una sola persona o vehículo. Recuerdo desinfectar la casa a conciencia y pensar en el rebote de mi madre si se enterase de que había fregado el parqué con una mezcla de lejía y alcohol. Luego me entró el miedo a morir intoxicado por la mezcla, por lo que pasé la noche con la ventana de mi cuarto abierta. Mi neurosis no estaba entonces tan controlada.
También recuerdo cómo en algún momento del día que no logro ubicar, dos siluetas enfundadas en trajes protectores blancos con máscaras, guantes, pantallas futuristas y hasta los pies cubiertos, aparecieron en la puerta de casa para hacerle a mi padre una PCR y descartar que estuviera contagiado. Háblame de escenarios para una pesadilla. Era grotesco, perturbador: estábamos encerrados, inmovilizados, sin acceso al hospital, sin contacto posible con los médicos. Solo cabía esperar una llamada. Nos avisarían ante cualquier novedad y, en teoría, la ausencia de noticias debía ser interpretada como algo positivo.
No dormí esa noche. Recuerdo simplemente existir entre el dolor, la incredulidad y la espera eterna, un espacio desdibujado, difícil ahora de ubicar. Mi cuarto de adolescencia, que había sido un espacio seguro —epicentro de ciertas garantías, protegido de alguna forma por la cercanía de mi madre—fue esa noche una especie de jaula diseñada para medir el umbral de incertidumbre y desamparo que podía soportar. Mi padre dormía en la habitación contigua. A medianoche sonó su teléfono móvil. Salté de la cama y desde mi cuarto, como si la pared fuera un papel de rizla de los grandes, sentí dentro de mí una voz neutral, casi ficticia y ralentizada que preguntaba: “¿Es usted Pablo Crespo?”. Seguramente fue ese el momento de mayor miedo, parálisis y dolor de toda mi vida, pues di por hecho que esa voz de contestador automático confirmaría que mi madre había muerto. En efecto, era el hospital, pero solo para confirmar que la PCR de mi padre era negativa. Lloramos tanto, tanto después de esa llamada. Por fin pude abrazar a mi padre. Fue una sacudida tremenda entre el espanto y el alivio. Y también un ensayo general para lo que estaba por venir.
Temprano, a la mañana siguiente, recibimos otra llamada que contesté yo. Era el médico de la UCI para darnos el primer informe. Mi madre estaba en coma; había sufrido un ictus muy agresivo, un sangrado severo que dos neurocirujanos lograron vaciar con éxito en la operación. La mala noticia era que, por la noche, el sangrado se había repetido, invadiendo con mayor violencia la corteza cerebral en el hemisferio izquierdo, concretamente en una zona crítica donde se origina el lenguaje. Los apuntes que tomé esos días en la aplicación de notas de mi iPhone durante las llamadas escuetas y gélidas de los médicos, para reportar luego a mi familia, están llenas de frases lapidarias que, a pesar de su pobre sintaxis contienen más literatura que mis mejores escritos:
–“Hay más sangrado en el cerebro, no es buen signo.”
– “No es muy buen pronóstico.”
– “Si sigue en coma profundo, se puede ir estudiando.”
–“A la hora de la calidad de vida, es que sea capaz de entender y comunicarse.”
– “Abre los ojos, no habla, la exploración no es muy buena, no sabemos si podrá progresar.”
Había sido un ictus hipertensivo, provocado por una subida repentina de tensión. Mi madre era hipotensa, tendía a tenerla baja. La presión laboral de esos días en la residencia donde trabajaba, una discusión con su director y el miedo a poder contagiar a mi padre la tenían desbordada. Durante los primeros dos años tras el ictus me torturé pensando que debería haber estado a su lado esos días, que mi presencia podía haberla reconfortado. Todavía lo siento al escribir estas líneas. La culpa va a perseguirme siempre.
En algún momento, y ya no puedo recordar si fue ese mismo día o al siguiente, en medio de toda esa vorágine en la que el tiempo parecía haberse parado, su mejor amiga, ausente en estos últimos años, pues ya no pueden viajar juntas a Venecia o Lisboa, escribió a mi padre para decirle que Sara, una antigua compañera de ambas, estaba trabajando en el Hospital Central Universitario de Asturias y que la avisáramos “para cualquier cosa que necesitáramos”. Yo necesitaba ver a mi madre. Y pensé que ella también me necesitaba. Así se lo hice saber a Sara, que se convirtió de la noche a la mañana en una figura central en nuestras vidas durante las semanas siguientes. En un primer intercambio por WhatsApp me confirmó que podía colarme en el hospital, y que haría todo lo que estuviese en su mano por ayudarnos. Y así fue.
Recorrí en coche el camino de casa de mis padres al hospital por un Oviedo desierto, post-apocalíptico. Un camino que recorrería los 128 días siguientes. En una de las puertas me recibió Sara, que equilibrando entereza, descaro y mimo me coló en los bajos del hospital, la zona de coladas, y me entregó un traje de médico con su correspondiente equipo de protección. Me dijo que una vez dentro, estaría conmigo en todo momento y que cuando quisiéramos salir bastaba con hacerle un gesto. Subimos a la UCI, donde me proporcionaron más material. Aunque mi madre hubiera estado consciente, habría sido difícil reconocerme: las gafas eran la única parte de mi que quedaba al descubierto.
Es este recuerdo una imagen que me rompe, que hace que llene de lágrimas el trackpad del Mac. Es la imagen de mi madre con una cicatriz que recorre la parte alta de la frente, con la mitad de su pelo caoba largo y la otra mitad rapado y canoso–había visto a mi madre teñirse toda la vida, pero jamás había procesado que pudiera tener canas. En mi imaginario, su figura era inmune al desgaste, al paso del tiempo. Su estado era vegetal, en el sentido más literal y crudo que puede evocar esa palabra cuando hablamos de un ser humano; no hay un término más gráfico. Pensaba que, como en las películas, cogería su mano y habría alguna señal, pero no hubo señal, no hubo muecas, solo desolación. No vi nada del carácter de mi madre, no había allí un solo gesto reconocible o un atisbo de su presencia más allá de su cuerpo, que solo respiraba asistido por un tubo. Creo que no aguanté allí más de un minuto, un minuto eterno.
En los tres días siguientes repetí el mismo procedimiento: disfrazarme de médico, colarme en la UCI y agarrar la mano izquierda de mi madre con la esperanza, cada vez más tenue, de ver el mínimo avance. Su rostro seguía paralizado, atrapado en un rictus extraño, para mi irreconocible. Su cuerpo estaba conectado a muchos cables. Recuerdo el piii de las máquinas: constante, invariable, tétrico. Las líneas rojas, las cifras que parpadeaban en las pantallas, con mi madre reducida a un conjunto de signos vitales que no podía interpretar. No se percibía el más leve impulso de regreso. Le murmuraba que la quería, que tenía que volver, pero era un monólogo, no escuchaba nada de vuelta, no sentía nada. Nada espiritual. Solo vació, solo ausencia.
Los informes seguían siendo demoledores. Revisando ahora las notas de mi móvil del 15 de abril, cinco días después del ictus, encuentro frases de los intensivistas que todavía me atraviesan:
–“Abre los ojos si la molestamos un poco, nada de lenguaje ni sonidos de queja”
–“No entiende nada.”
–“Todavía hay algo de margen. La hemorragia se tiene que ir absorbiendo”
–“En el estado que está no hay rehabilitación posible. Está vegetativa”
Durante la semana que pasó en la UCI, nos anunciaron además una infección de orina, otra en la sangre y varias fiebres “controladas”. Recibí llamadas de siete médicos distintos, en los horarios más aleatorios y cambiantes, cada uno con su respectivo grado de escepticismo deontológico. Ninguno ofrecía demasiadas esperanzas de una recuperación aceptable y digna. Si sobrevivía, lo cual seguía siendo una quimera, todos estaban de acuerdo en la severidad de las posibles secuelas del lenguaje y la movilidad. Poco a poco comenzaron a retirarle la sedación pero no había apenas respuesta. Solo quedaba esperar a que el sangrado se absorbiera y que, con suerte, la conciencia comenzará a aflorar. Pero pasados seis días, no había muchas señales.
El séptimo día nos confirmaron que el riesgo de un infarto masivo había disminuido, y el equipo médico decidió trasladarla a la planta de neurocirugía. Era una buena señal: desde allí, si observaban alguna mejoría, podría pasar al área de rehabilitación. Pero aún quedaba aprender otro de los key terms del cursillo acelerado de medicina que recibimos esos días: la hidrocefalia. Una inflamación del cerebro provocada por el sangrado, potencialmente letal, que, debido al estado tan delicado del tejido cerebral, los neurocirujanos no se atrevían a intervenir. El plan era esperar tres días más y repetir el TAC. No había alternativa. Mi madre estaba en manos de los mejores especialistas, pero no había intervención posible. Paciencia, una palabra que cobró esos días una dimensión satírica, casi burlesca. Finalmente le realizaron el TAC. El informe indicaba que la presión intracraneal empezaba a ceder y que la evolución de la hidrocefalia era, en términos médicos, moderadamente esperanzadora. Fue la primera noticia más o menos positiva.
Una vez en planta, y transcurridas tres semanas desde el ictus, mi madre empezó a ofrecer las primeras muestras de consciencia. Eran signos mínimos, casi microscópicos, pero bastaban para sostenernos. O al menos para sostener el relato que yo trasladaba a mi familia, que no había podido ver a la persona que más querían en el mundo durante aquellas semanas. Su rostro seguía rígido, sellado por una expresión inmovil que hacía casi imposible distinguir la intención de sus gestos mínimos. Yo me pasaba allí todo el tiempo que podía, aferrado a su mano izquierda, la única parte del cuerpo que conservaba cierta autonomía. Me mataba tener que irme por la noche. Era devastador tener que dejarla allí, con esa misma mano atada a la barandilla de la cama con una sábana para evitar que se arrancara la sonda que la alimentaba por la noche. El miedo a no volver a verla, la culpa. La imagen de mi madre sola en aquella habitación de plasticos grises, cuando ella jamás me había dejado solo en la dificultad, mientras yo atravesaba el pasillo interminable y lúgubre del hospital con las gafas empañadas por la mascarilla, intentando contener las lágrimas y rezando no sé muy bien a quién para que mañana fuese un día un poco mejor. El olor del hospital sigue conmigo, me alerta cuando entro a un ambulatorio o huelo el gel hidroalcohólico, que entonces me aplicaba una y otra vez con rigor clínico. Y compulsivo.
Recuerdo un momento particular en los días siguientes. Yo estaba tumbado sobre su cuerpo, en una suerte de abrazo. Entonces ella deslizó su mano bajo mi camiseta y me rascó una espinilla de la espalda, como si intentara arrancármela. Era un gesto mecánico, doméstico. Pero ante mi quejido, pareció dibujar una sonrisa. Fue el primer signo inequívoco en semanas. Y también el primero que me permitió intuir que seguía allí. Porque esa burla silenciosa, esa mueca “rabuda” tan propia de mi madre, casi llamándome quejica, era una de las formas más íntimas de su carácter.
En los cuatro meses siguientes aprendí muchas cosas. La primera, que existe una forma terrenal del milagro, secular y áspera, que ocurre sin música ni redención. Vi a mi madre pasar, lentamente, de un estado vegetativo a incorporarse, primero anclada a su silla con un chaleco para no desplomarse, después sostenida por mí, hasta que, dos meses más tarde, dio su primer paso. Fue un proceso infinitesimal, documentado en cientos de vídeos que aún conservo en el teléfono. Al verlos todavía se me encoge el pecho y exploto. De rabia, de pánico, pero también de orgullo.
A mediados de mayo, mi madre ya entendía y se comunicaba con movimientos de cabeza, aún confusos, pero inequívocos. No emitía sonido alguno, pero procesaba. La afasia y la disfagia eran severas: el daño comprometía tanto la fonación como la deglución. Resultaba difícil imaginar que volvería a comer, y mucho menos a articular palabra. Por entonces estaba alimentada por una sonda. El día 16 echamos un pulso chino. Si me dejaba ganar, esbozaba una mueca irónica de desaprobación, algo parecido a una sonrisa torcida. Si podía comprender la ironía, la burla, tal vez algo de su personalidad había sobrevivido.
El 19 de mayo le retiraron la sonda nasogástrica que cubría su rostro, y su cara comenzó a parecerse, poco a poco, a la que recordábamos. Le corté el pelo con una máquina, y por primera vez vi a mi madre con el cabello completamente blanco. También compré un iPad y empecé a escribirle preguntas en letras grandes: ¿quién tenía más barriga, mi sobrino, mi padre o yo? Elegía a mi padre con esa sonrisa sesgada que ya empezaba a tener forma. Le preguntaba en qué países había vivido yo, y los ubicaba sin dudar en un mapa. Si le enseñaba una foto antigua, podía decirme, respondiendo a mis propuestas con síes y noes, el lugar exacto donde fue tomada, aunque fuera hacía más de treinta años.
Algunos días, mi padre, que todavía no podía entrar al hospital, venía a recogerme. Yo elevaba la cama hasta casi el techo de la habitación para que pudiera saludarle desde la ventana. El 29 de mayo movió su pierna derecha unos milímetros. Lo grabé en vídeo y tuve que verlo varias veces para asegurarme que no lo había imaginado. También empezó a intentar lanzarme besos mudos. A principios de junio se puso en pie por primera vez con mi ayuda. En las semanas siguientes empezó a emitir sonidos afónicos, apenas suspiros, luego tarareos, más tarde palabras sueltas, automatismos. Después podía completar los estribillos de algunas canciones, o recitar los números hasta el diez si yo empezaba. Una tarde entonamos juntos algunos versos de Contamíname, de Ana Belén. Aquella canción se convirtió en la banda sonora absurda de nuestro tiempo en el hospital. Tras muchas tardes de ensayo, logró también terminar mi nombre. PA–BLO. Y acto seguido, lo dijo sola.
Cualquier otra persona se habría dejado ir. Se habría rendido al dolor y al desamparo, al tedio del hospital, a la humillación de la pérdida de movilidad, a defecarse encima, a caerse una y otra vez, a noches interminables sola en aquella habitación, por donde pasaron otras cuatro o cinco mujeres con secuelas severas. Supongo que mi madre no concebía dejarnos solos. Mi tía me confesó una vez que, en otra época, conversando con mi madre, habían acordado que de llegar una situación así, ella preferiría no seguir. No fue así; mi madre eligió vivir. Supongo que por nosotros. Lo primero que hizo cuando recuperó la mínima movilidad facial fue intentar sonreír. La vi llorar cada día, por dolor, por frustración, por miedo e impotencia, pero siempre respondió con una sonrisa a mis vaciles. Le preguntaba si quería un masaje, y movía los ojos con delicadeza. Después se giraba muy despacio. Le daba masajes de pequeño para estar con ella y alargar un rato la hora de irme a la cama. Algo de ese pacto había sobrevivido intacto.
Su coquetería también seguía viva. Primero rechazaba la idea misma de vestir chándal para bajar a las salas de rehabilitación. Luego, cuando por fin lo aceptó, rechazaba los modelos que no eran de su agrado. Me obligaba a llevarle varias camisetas para elegir. Su aura es tal que, sin articular palabra, se ganó en días el cariño de todo el equipo de fisios y terapeutas. Oficios discretos, casi invisibles, a pesar del gran impacto que tuvieron en la vida de mi madre y de tantas personas.
Revisando ahora las decenas de vídeos que grabé, evoco el dolor de aquellos cuatro meses, que también fueron los más útiles de mi vida. Los más verdaderos. Los más importantes. Los primeros son difíciles de ver: mi madre apenas puede gesticular. En los siguientes aparece ya vacilando con mis Ray-Ban puestas, agarrándome las manos para bailar o con las cartas, intentando contar hasta quince en una partida de escoba. También arreglándose el pelo, colocandose el reloj y dando pasitos. Uno más cada día. En casi todos ellos sonríe. En el momento más crítico, cuando yo me ahogaba entre lágrimas, ella solo ofrecía sonrisas.
El 14 de agosto, mi madre volvió a casa. Salir de ese hospital con ella fue algo que imaginé, soñé y visualicé muchas veces. En casa, lo primero que pidió fue ver a Diego y ponerse uno de sus vestidos.
El otro día alguien muy importante para mí se reía cuando le conté que hacía tiempo que nadie me planchaba una camisa. Me llamó superficial. Claro que fui un niño mimado. Yo solo quería decir que echo de menos la protección inabarcable de mi madre, esa forma de cuidado silencioso y total que atravesaba lo doméstico y lo existencial. Anhelo el sabor de sus patatas rellenas, que ahora persigo en menús degustación, el sabor exacto de lo que para mi es ya irrecuperable. Añoro escuchar su voz diciéndome que no me preocupe, que no sea tonto. Y que no me pase. Me angustia como su voz se va diluyendo en mi memoria.
A veces entro en la casa donde ocurrió todo, que ahora es la mía, y miro a los lados esperando encontrarla doblando ropa en alguna habitación o leyendo en una butaca. He soñado muchas veces que volvía a hablar y que hacíamos todos los viajes que teníamos pendientes cuando se jubilase. Por suerte seguimos haciendolos, aunque las calles empedradas de Roma o París no sean ideales para una silla de ruedas. Pero seguiré empujándola por cualquier cuesta.
He logrado tener momentos felices. He vuelto a enamorarme. Persigo placeres epicúreos en una piel, un orgasmo o un buen vino. Pero no he vuelto a sentir su guía, no de la forma que estaba acostumbrado. Echo de menos que me llame, que me pregunte qué quiero comer cuando vuelvo a casa, que me proteja con esa mezcla de liderazgo y ternura. Llevo años intentando entender este nuevo paradigma: ella sigue aquí, pero ya no es la jefa ni el escudo. Quien antes sostenía el mundo ahora necesita que la sostengan. Supongo que seguiré buscando esa certeza, esa sensación de protección que no he vuelto a sentir.
Ella sigue en el eje, distinta, pero intacta en lo esencial. Se ha adaptado con una dignidad que inspira. Lidera en la sombra y no necesita hablar para hacerse entender. Dentro de dos días vendrá a Barcelona y celebraremos su renacimiento. Cuando me vea, me comerá a besos. Y cuando le pregunte si está contenta de estar aquí, me dirá: “Siiiiiiiii, siiiiiiiiiii”.
Mi madre ha sido y es tan buena, tan pura, tan extraordinaria, que si pudiera pedir algo, solo desearía que algo de su lucidez, de su ternura y de su fuerza se me haya contagiado. Y que, con algo de suerte, esté sabiendo honrar su legado, aunque sea a tropezones.
he tenido que dejar de leer porque se me cierra la garganta, vuelvo en otro momento para seguir pero desde ya gracias por publicar
Lo empecé a leer esta tarde y lo acabo ahora, vaya textazo, de leerte parece que hubiese podido vivir ese horrible viaje contigo